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Desapariciones en Sinaloa

DESAPARECIDOS, HERIDA ABIERTA DE MEXICO

Jueves 5 de mayo de 2011, por Hasta encontrarlos

DESAPARECIDOS, HERIDA ABIERTA DE MEXICO

Oscar Loza Ochoa

Amemos este hoy que no estará
en ese mañana sin uso
de largas autopistas y barbas de cemento.
Carlos Mario Tardáguila

Las desapariciones forzadas e involuntarias son heridas que no cicatrizan. Permanecen como un mal que no se va por completo y con regresos tumultuosos que reviven las viejas heridas como perversa intención de recordarnos a todos lo vulnerables que somos. La desaparición forzada ha sido una política y una práctica del Estado mexicano. Hoy se hacen señalamientos de que sigue siéndolo y de que además lo consiente o tolera en manos de particulares, con todas las consecuencias sociales que entraña.

Para acercarnos al tema de las desapariciones forzadas, abramos las páginas de la historia de este sufrido País. 1977 fue un año de reencuentro para los movimientos sociales en la República. Dos graves momentos había vivido México en la década anterior: uno de represión abierta que implementó el Estado y que desarticuló muchas inquietudes en la ciudad y el campo. El 2 de octubre de 1968 y la masacre de san Cosme del 10 de junio de 1971 identifican esa época.

El otro momento es el de la guerra sucia que la autoridad implementó como respuesta a la lucha armada de grupos de jóvenes que vieron cerradas las puertas de la lucha democrática de masas. Triste época de recuento de muertos, desaparecidos, encarcelados, perseguidos y exiliados.

El poder acumulado por la clase social que ejerce el poder a través del Estado puede ser formidable, pero nunca tan grande como para reducir a cero las expresiones de inconformidad popular. Por ello, a pesar de la represión selectiva o abierta, en varias regiones del país la demanda de tierras mantuvo vivo al movimiento campesino y el reclamo de lotes urbanos movilizó a miles de familias pobres, que llegaban a la ciudad desplazados por las condiciones de miseria y de represión en el campo. Justo es reconocer que en los espacios universitarios de varias entidades sobrevivieron grupos que luego cobrarían una vida muy activa en la acción social.

La guerra sucia que implementó el Estado cambió muchas cosas en el horizonte de la vida económica, política y social de la República mexicana. La acción punitiva del Estado fue brutal. No buscó justificar legal y socialmente la guerra que iniciaba contra los grupos de jóvenes armados. Tampoco la declaró. Sólo la desarrolló, con todas las consecuencias que hoy conocemos: el saldo de bajas y la impunidad que cobija a los responsables.

Y cambiaron otras cosas también. Apenas accionó la autoridad y las madres de los jóvenes víctimas de la desaparición forzada empezaron un largo caminar tras las huellas de sus hijos. Primero indagaron por su paradero en todas las corporaciones, hospitales y cárceles. Era una búsqueda solitaria, tímida y desamparada. No pasaría mucho tiempo en que la tragedia personal, familiar y del círculo de amigos, se hermanaría con el drama de otras madres, de otras familias. Así surgió la experiencia de los grupos iniciales de Madres con hijos desaparecidos.

En algunas entidades del país, las cosas se sucedieron casi de manera simultánea. En Monterrey desaparecía Jesús Piedra Ibarra el 18 de abril de 1975 y en Culiacán la maestra Lourdes Martínez Huerta un día de junio de ese año. Doña Rosario inició su calvario desde ese momento. No hubo puerta que no haya tocado a nivel local y nacional. Y cuando ocurrió ante Gobernación y la Secretaría de la Defensa Nacional su lucha ya no pasó desapercibida. Se plantó frente al presidente Luis Echeverría y exigió la presentación de hijo. Ya no estaba sola. En el camino se encontró con otras madres que padecían el mismo dolor. Algunas eran vecinas de su estado y otras, como las de Sinaloa, Jalisco, Guerrero, Chihuahua o Puebla, que buscaban el contacto para coordinar actividades.

El acercamiento natural de grupos de madres y de quienes individualmente luchaban por la presentación o la liberación de sus hijos, llevó al poco tiempo al contacto y a la coordinación con organizaciones estudiantiles universitarias, sindicatos y de colonias populares.

El año de 1977 es clave para entender la fuerza que tomará el movimiento pionero de los derechos humanos en la República, bajo la consigna que le dará cuerpo definitivo: Amnistía para los presos, perseguidos, exiliados y desaparecidos en México.

Mientras las madres hacían los esfuerzos iniciales de protesta y exigencia de respeto a los derechos humanos de los hijos que eran víctimas de la guerra sucia, el movimiento de masas comenzó a asomar la cabeza en la vida pública de nuevo. El esfuerzo por organizar a los trabajadores universitarios tomó cuerpo en varias instituciones del país. La vida estudiantil cobraba vida al exigir más espacios en las instituciones de educación, casas para estudiantes pobres y los campesinos desplazados de sus zonas originarias por la miseria o acciones represivas del ejército, demandaban lotes donde vivir, escuelas para los hijos, agua, luz, drenaje y empleos, colapsando la capacidad de respuesta de muchos municipios.

Hay un factor que juega un papel determinante en el resurgimiento del movimiento social y en la búsqueda de coincidencias en el apoyo al movimiento de Amnistía y en las demandas de los estratos sociales que lo integraban. Muchos de los miembros de los grupos guerrilleros de jóvenes que enfrentaron al Estado mexicano, iniciaron un proceso de crítica interna sobre los tinos y desatinos cometidos durante la lucha armada, incluida la pertinencia de esta lucha en las condiciones económicas, políticas y sociales que vivía el país, en especial bajo las condiciones y las posibilidades de lucha obrera, campesina y popular.

Una gran cantidad de esos jóvenes y de otros que simpatizaban con su causa, se integraron a los movimientos de la ciudad o del campo, imprimiéndoles la febril energía que les precedía. Durante los años de 1977 y 1978 se dio un inusitado crecimiento de organismos y movimientos en varias ciudades de México. Felizmente van a coincidir con la lucha de doña Rosario y del grupo de Madres con hijos desaparecidos.

Hubo otros acontecimientos que ayudaron sobremanera a levantar la moral de aquellas madres. Muchachos que estuvieron en calidad de detenidos desaparecidos y que fueron liberados luego de los primeros esfuerzos del movimiento de Amnistía, tuvieron la valentía de denunciar públicamente la situación sufrida en cautiverio y dar testimonio de las personas que quedaban en las instalaciones clandestinas en que ellos padecieron incomunicación y tortura, en calidad de desaparecidas.

El valor de esos testimonios lo relata doña Chuyita Caldera de Barrón, de esta manera:
“… En agosto de 1976, dos meses después del secuestro de mi hijo José, un muchacho de Guadalajara de nombre Manuel Mercado, recién liberado de los sótanos del Campo Militar N° 1, se comunicó conmigo para informarme que en prisión había tenido por compañeros a José Barrón Caldera, a Tranquilino y Cristina Herrera Sánchez, de San Blas, Sinaloa. Inmediatamente Rosario Flores Navidad y yo nos fuimos a buscar a doña Elena (madre de los últimos) a San Blas; doña Elenita nos dijo que en Culiacán había otra madre con hijo desaparecido y nos rogaba que la buscáramos; de esta manera conocimos a doña Rita Gaytán de López.”

Con esas experiencias iniciales y el encuentro con otras madres y el apoyo solidario de organizaciones sociales, se constituyó el Comité Pro-defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados de México. En Sinaloa llevará el nombre de Unión de Madres con Hijos Desaparecidos. Ese grado de organización llevó al movimiento a la primera experiencia de alcance internacional, al plantarse en huelga de hambre en la Catedral Metropolitana de la ciudad de México el día 28 de agosto de 1978, justo tres días antes del informe presidencial de José López Portillo.

Imposible para el Estado autoritario permitir ese emplazamiento público que le exigía la aprobación de una Ley de Amnistía. El día 31 de agosto, con la anuencia de la jerarquía católica se lleva a cabo el desalojo por la autoridad. El movimiento no se sintió derrotado. En esos días de combate los medios nacionales y los de carácter internacional dieron cuenta de las demandas de las madres y con ello se rompía también la cortina de humo que la autoridad mexicana había tejido en la comunidad internacional. La tradición que había distinguido al país de ser solidario con los perseguidos de otros países y de condenar los hechos violentos de las dictaduras, era un muro de contención para develar la realidad nacional que implicaba una total incongruencia en el trato a los disidentes nacionales.

Esa jornada fue de triunfo. En ese II informe de gobierno del día 1° de septiembre, el presidente López Portillo se comprometió a enviar ante el Congreso de la Unión una iniciativa de Ley de Amnistía que contemplara los casos de presos, perseguidos y exiliados políticos. El tema de los desaparecidos se pretendió dejarlo al margen.

Creo que aquí vale la pena afirmar que las sacrificadas luchas de toda una década (1968-1978) no fueron en vano. La lucha de masas con sus tragedias del 2 de octubre y del 10 de junio, la lucha armada con su continuada sangría de jóvenes y valiosas vidas y la lucha de las madres de esos hijos, acompañadas de un nuevo movimiento social pujante, terminó imponiendo al Estado una reforma política importante: una ley electoral que amplió el espectro político del país e inició la reforma del mismo Estado y la Ley de Amnistía que obligaba a ese Estado a reconocer el derecho de presos, perseguidos y exiliados a reintegrarse a la vida política y social. El tema de los desaparecidos fue la parte más recurrente de la agenda del movimiento que la autoridad quiso negar. Y lo tuvo que tratar.

La aplicación de la Ley de Amnistía.

Aplicar la Ley no fue un hecho inmediato ni de un jalón. El Estado se impuso siete etapas para el cumplimiento de la misma. Durante esas etapas llegaron los exiliados políticos que vivían en Cuba, Francia, Italia, Suecia y Estados Unidos; los presos que estaban internados en las cárceles del País recobraron su libertad y los centenares de ciudadanos que eran perseguidos por motivos políticos fueron notificados de su amnistía (olvido o archivado sin consecuencias jurídicas de sus expedientes abiertos en las procuradurías estatales o federal) y los que no, al menos se dio la tolerancia en casi todos los casos para su reintegración a la vida pública.

El asunto de los desaparecidos siempre fue tratado en los más altos niveles y exigido en todas las reuniones públicas por el movimiento. Hubo liberaciones de varios muchachos, sin que llegáramos a tener la alegría y el consuelo de que se trataba de la mayoría de los reclamados. Pero es muy importante señalar que durante esas siete etapas y hasta fechas recientes la cifra es de al menos 148 personas desaparecidas recuperadas.

Quizá dos testimonios que han quedado para la historia nos den elementos precisos sobre el entorno de aquellos días. El primero es la respuesta que el procurador general de la república, Oscar Flores Sánchez, dio a una carta del obispo de ciudad Juárez Manuel Talamás Camandari, que entre otras cosas graves dice: “Le ratifico que la Procuraduría General de la República no es la legalmente obligada a investigar el asunto de desaparecidos, ya que hay casos que se atribuyen a autoridades municipales o estatales, pero respecto a los 314 se acordó que la Procuraduría hiciera la investigación en conjunto, puesto que este trabajo significó miles de horas de trabajo, centenares de entrevistas y el obstáculo principal de que mucha gente no desea dar dato alguno y en otros casos dan datos vagos…”.

El testimonio de algunas de personas que sufrieron la desaparición forzada nos ayuda a establecer la emoción del momento y el significado para quienes tenían muchos desvelos para lograr su liberación. Habla Bertha Alicia López de Zazueta: “el 9 de abril de 1979 a las 4 de la mañana, en la ciudad de Torreón, Coahuila, fuimos despertados por los disparos que agentes de la ‘Brigada Blanca’ hacían a nuestra casa, gritándonos que saliéramos con los brazos en alto, lo que hicimos inmediatamente mi esposo, Jesús Humberto Zazueta Aguilar y su hermana Gloria Lorena Zazueta Aguilar, y el esposo de ella Armando Gaytán Saldívar y yo en compañía de mi hija de un año y dos meses de edad y del hijo de Gloria Lorena de dos años y medio.” “Espero que esta denuncia sirva para liberar a todos los ciudadanos que están en las cárceles clandestinas, entre ellos mi esposo y las personas que mencioné.”

Durante el año de 1979 mientras corre la aplicación de la Ley de Amnistía, se multiplican las denuncias de represión y violaciones a los derechos humanos. El movimiento convocó a una Conferencia nacional en la ciudad de México, para los días 10 y 11 de agosto, con el fin de analizar los problemas de la tortura, la represión a los movimientos sociales y las violaciones de derechos humanos. La Conferencia sería un evento preparatorio para constituir el Frente Nacional Contra la Represión.

El Frente se constituyó el 10 de diciembre de 1979 y en su plan de acción de febrero del siguiente año, establecía el compromiso de luchar por la defensa de los derechos humanos, por la abolición de la tortura y contra todas formas de represión social. La nueva organización se volvió un imán para la gran cantidad de familiares que querían denunciar hechos de represión, en particular, relacionados con la desaparición forzada. El número de personas desaparecidas registrado hasta agosto de 1979 llegaba a los 417. Esa cifra alcanzaría con el paso de los años el de 530.

Los años que siguieron consolidaron el trabajo del Frente Nacional Contra la Represión como una instancia en que la sociedad depositaba su confianza. Todo el espectro político de izquierda, sindicatos, organizaciones populares y estudiantiles donde aquel tenía influencia convergieron en el Frente. La derecha no asomaba sus narices aún en este espacio.

La reforma electoral, conquista también del movimiento social que demandó la amnistía en México, planteó como retos a las organizaciones de izquierda: ubicar su participación en los procesos electorales y su actitud respecto al trabajo de unidad en el Frente Nacional Contra la Represión. Las elecciones intermedias de 1979 pasaron la prueba sin dificultad. Los problemas se presentaron ante la coyuntura de 1982. En ella se elegiría presidente de la República. Y aunque la izquierda no pintaba electoralmente como para disputar el poder, tampoco pudo ir en unidad en esas elecciones, lo que afectó el trabajo interno del Frente Nacional. Al final hubo dos polos electorales de la izquierda: el del Partido Socialista Unificado de México (PSUM) y otras instituciones sin registro que promovieron la candidatura de Arnoldo Martínez Verdugo y el del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y organismos afines que apoyaron la candidatura de doña Rosario Ibarra de Piedra. Planteadas así las cosas, el Frente Nacional Contra la Represión ya no fue la instancia de coordinación en que se había erigido.

Esta situación abrió el debate público sobre las fronteras ideológicas en las se inscribía el campo de la lucha por los derechos humanos. Al menos en el estado de Sinaloa, no faltaron personalidades del mundo liberal, académico o con militancia en la política oficial que reclamaran el derecho de participar en un movimiento más amplio de defensa de los derechos humanos. Para noviembre de 1983 habían constituido la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa.

A partir de entonces si la cohesión no fue la misma de los tiempos anteriores en el trabajo del Frente Nacional Contra la Represión, el movimiento por la defensa de los derechos humanos encontró una compensación en la ampliación del espectro ideológico y nuevos espacios en las cámaras de diputados, entre los representantes comprometidos que arribaron a los parlamentos gracias a la débil apertura de la reforma electoral.

Una gota que derrama el vaso.

La tarde del día 21 de mayo de 1990 fue asesinada Norma Corona Sapién, presidenta de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa. El impacto de su muerte alcanzó niveles de carácter internacional. Varios elementos contribuían a ello: era mujer, presidenta de un organismo defensor de derechos humanos con amplia presencia social, socia de una federación nacional de abogados y de la Federación Internacional de Abogados Democráticos. Y no era la única defensora en la que se hubieran cumplido las amenazas de muerte.

Las protestas, las exigencias de justicia para su caso y de castigo a los responsables, la preocupación manifestada por instancias nacionales y organismos internacionales como Amnistía Internacional, la Federación Internacional de Abogados Democráticos, Human Right Watch, entre otros, obligó al Estado mexicano a dar una respuesta concreta a los hechos: dos semanas después, el día 6 de junio se crea por decreto presidencial la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Con ello se darían los primeros pasos para instituir el sistema de protección no jurisdiccional de derechos humanos en México.

El regreso de las desapariciones forzadas.

Si partimos de que ya se contaba con una Ley de Amnistía, con una Comisión Nacional de Derechos Humanos y comisiones estatales y el reconocimiento público por el Estado de que violaba los derechos humanos nuestros, no pensamos en que podía presentarse de nueva cuenta el fenómeno de las desapariciones forzadas de manera masiva. Pero en ese análisis faltaba un elemento: quienes practicaron la desaparición forzada nunca recibieron un castigo por ello. La impunidad era el manto protector.

El día 10 de enero de 1994 recibimos un baldazo de agua fría. Familiares de Juan Manuel Serrano Villa, Fidencio Sotelo Cárdenas e Ismael Serrano Valle se presentaron en las oficinas de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa para denunciar la desaparición de los señalados. Los testigos aportaron datos contundentes sobre la participación en los hechos de agentes de la Policía Judicial del Estado al mando Francisco Javier Bojórquez Ruelas. Se habló de un retén y de la patrulla 07 de la corporación mencionada.

En los años siguientes las desapariciones se repetirían con pasmosa regularidad, inquietando no sólo a los defensores de derechos humanos, sino a amplios sectores sociales, pues entre las víctimas se tocó a conocidos empresarios o miembros de personas con presencia social.

A pesar de la fuerte movilización que provocó el caso de estos desaparecidos, el fenómeno de la desaparición de personas no paró. Ninguna mella hicieron las protestas al gobierno de Renato Vega. La CDDHS registró ese año cuatro desapariciones, en 1995 dos más, en 1996 diez, en 1997 cinco, en los dos años siguientes siete y el año 2000 ocho. Este ritmo se mantiene hasta el año 2003.

Muchas razones se pueden dar buscando explicar la presencia de nuevos monstruos que practican la desaparición forzada, pero destaca entre todas la falta de castigo para quienes han incurrido en este delito de lesa humanidad. La impunidad es la mejor invitación para seguir delinquiendo.

A pesar del alcance nacional e internacional del trabajo a favor de los derechos humanos y la condena hacia la práctica de la desaparición forzada, esta no se detuvo. Ni la urgencia de legitimidad que apremiaba al Estado llevó ante los tribunales a algunos de los responsables. La autoridad prefirió la condena moral y el desprestigio a enfrentar por la vía penal lo injustificable.

Incluso se llegó al cinismo: algunos de los implicados directa o indirectamente en casos de desapariciones llegaron a ocupar puestos de responsabilidad en el servicio público en los años posteriores. A pesar del señalamiento y la denuncia siguieron cómodamente en sus despachos, en lugar de comparecer ante los tribunales por los delitos cometidos. Fue el caso de Víctor Manuel Gómez “El Gringo” que ocupó la dirección de alcoholes del estado de Sinaloa.

Un factor que explica el regreso de la práctica de la desaparición forzada es el avance de la corrupción y complicidad entre autoridad y delincuentes. A partir de los años ochenta del siglo pasado se observa una caída en el número de casos de desapariciones forzadas. Se puede afirmar que el Estado disminuyó sensiblemente su participación en ello. Mientras las actividades delictivas de nueva generación (siembra y tráfico de estupefacientes) cobran fuerza cada vez mayor y van minando la moral de las estructuras del Estado, en especial de las corporaciones policiales y de amplios sectores de la sociedad.

Para explicar el fenómeno de las desapariciones forzadas en el nuevo contexto de los años noventa y del primer decenio de este siglo, no podemos ignorar que la delincuencia hoy conocida como organizada, registró un inusitado avance en aquellas décadas de los setenta y ochenta, disponiendo de recursos económicos sin precedentes, estableciendo una red de relaciones y compromisos en diferentes esferas del poder público y compartiendo una parte de aquellos recursos con algunos estratos sociales que se desempeñan como mano de obra o proveedores.

Y mientras ocupaban nuevas posiciones los beneficiarios de la actividad delictiva, el Estado se planteó la modernización administrativa a la manera de los tecnócratas, sin atender el cáncer moral que lo invadía en todas las esferas. En ese orden de cosas modernizar fue adelgazar al Estado, con la supuesta meta de conseguir desperezarlo y hacer de él una maquinaria ágil, capaz de tener respuesta pronta y efectiva ante los nuevos retos de las tareas públicas. Y adelgazar al Estado llevó de la mano a la renuncia de ser rector de la economía, a desentenderse de orientar el desarrollo económico y distribución de la riqueza. La novedad fue la introducción de la tecnología de los ordenadores (computadoras) en las áreas administrativas centrales.

Las corporaciones policiales y la institución del ministerio público no fueron contempladas en las prioridades de la administración. Y cuando el mundo del delito nos gritaba a voz en cuello que no sólo había dado un salto cuantitativo en sus diferentes formas de expresión, sino que era capaz de dar un verdadero cauce a viejas y taimadas conductas antisociales con una dimensión sin precedentes: el tráfico internacional de drogas, armas, personas y vehículos y el despliegue de una organización multifacética, adaptable a cualquier situación social. El mundo de las estadísticas de los años setenta y ochenta nos mostró el nuevo rostro de México.

A ojos de todos se volvió inaplazable la modernización de las policías y de la institución del ministerio público. El estado inició el proceso con mucho retraso, convencido de que modernizar era comprar armas, equipo de comunicación y capacitación básica en el uso de aquellos. Al margen quedaba el mejoramiento de las condiciones de vida y la formación profesional y ética.

Ello explica, en buena medida, la tolerancia, los miedos y la complacencia hacia manifestaciones tan obvias y dañinas del tráfico de drogas, armas, personas y vehículos. Las corporaciones policiales retrasaron su crecimiento profesional, moral e intelectual. Como instituciones preventivas del delito o auxiliares del ministerio público en la investigación y persecución del delito, su desfasamiento era dramático. No se adelantaron a la acción de la delincuencia de los nuevos tiempos y su respuesta ha estado muy lejos de asestar los golpes demoledores que derriben al monstruo de la delincuencia.
Y los esfuerzos recientes para poner al día a las fuerzas policiales y al ministerio público en los aspectos técnicos y profesionales, parecieran estrellarse con una barrera tan sencilla y que desgraciadamente no hemos recuperado: la fuerza moral.

Puestas en ese nivel las cosas, el enemigo no sólo se nos presenta como el Goliat bíblico, sino que las policías y la procuración de justicia son el David sin su principal arma: la moral. Frente a un enemigo aparentemente invencible y de recursos sin límites, el compromiso de cumplir ante la sociedad se resquebraja y las complicidades por miedo o por abierta deshonestidad empiezan a cocinarse. Luego no tienen fronteras ni en el tiempo ni en las consecuencias.

Quizá sea importante mencionar que para los años noventa hay un nuevo contexto social en esta región y en el País, que puede explicar el regreso de las desapariciones forzadas e involuntarias de los últimos años.

A principios de los años noventa México y la región donde se enclava Sinaloa son otros. La introducción del ordenador (computadora) implicó una verdadera revolución en la economía. La industria, la agricultura, el comercio y los servicios no responden a los mismos patrones. La mano de obra de los setenta tampoco es la misma: una pequeña parte se actualizó y aún se defiende, y el resto fue condenada a la economía informal o retirada del mercado por su edad. Una nueva generación formada en las nuevas exigencias del mercado arribó y sustituyó a la anterior. Esta nueva generación, nacida en los tiempos de la Reforma política y de la Amnistía, con un horizonte mayor en sus libertades y derechos individuales, sin los enfrentamientos que caracterizaron a su generación anterior, no tiene fresca la memoria de los problemas sociales anteriores, en especial de las desapariciones forzadas y menos ha podido asimilar lo que representa el regreso de dicha problemática.

Ni México, ni la región del noroeste, ni nosotros éramos ya los mismos. Tampoco el mundo permaneció en su sitio. Mudó de piel y vivió y sufrió los cambios más inesperados. La caída del muro de Berlín y el resquebrajamiento del Pacto de Varsovia terminaron con el enfrentamiento de los dos bloques de poder que disputaban su influencia en el resto del mundo. Aquel descalabro no mejoró la situación de ese “resto” del mundo, sólo polarizó las relaciones y conflictos hacia un centro de poder: Estados Unidos. Esa situación mundial era tan ajena y cercana a nosotros y no podía ignorarse al tratar asuntos relacionados con derechos humanos.

Quiénes participan en las nuevas desapariciones forzadas.

De acuerdo con los testigos y la información que se desprende de las averiguaciones previas abiertas por las autoridad local o federal, para los casos registrados en el estado de Sinaloa a partir de 1994, la responsabilidad recaería de la manera siguiente: Policía judicial del estado 13 casos, Dirección de seguridad pública municipal 4, Policía judicial federal 2, Procuraduría general de la república 1, Ejército 1, particulares 13 y sin especificar responsables 14; para los casos de sinaloenses desaparecidos en otras entidades: Grupo BUM de Tijuana 4, Policía judicial federal en Baja California 3 y Policía judicial federal en Durango 6. En cuatro casos no se especifica responsable.

De la información anterior se desprende que de los 47 desaparecidos documentados en esas fechas en Sinaloa, en 20 hay presunción de participación directa de alguna autoridad y para los 17 casos de sinaloenses ocurridos en otros estados, en 13 de ellos fue señalada la participación de alguna autoridad. La autoridad, en cualquiera de sus ámbitos y jurisdicción presuntamente ha participado en más del 51 por ciento de las desapariciones mencionadas.

Casos que motivaron movilizaciones amplias de la sociedad.

La madrugada del 30 de junio de 1996 desaparecieron los primos Juan Emerio Hernández, Abraham Hernández y Jorge Cabada Hernández. El 25 de septiembre cuando se dirigía a su trabajo es “levantado” el empresario Rómulo Rico Urrea. El 22 de octubre de ese año después de asistir a una comida desaparece el exfuncionario de la Dirección de policía municipal Magín Héctor Beltrán Bautista. En el primero de los casos los testigos señalan participación de agentes de policía municipal, en el segundo las pistas que dejaron en el auto de Rómulo llevaron a establecer responsabilidad de oficiales del ejército y del general José de Jesús Gutiérrez Rebollo. En el caso de Magín los testigos ubican a un oficial del ejército que trabajó en tiempos de aquel en la policía municipal.

Estos casos fueron el imán que aglutinó a una cantidad importante de ciudadanos, que salieron repetidamente a las calles de Culiacán, que realizaron foros, plantones frente a la Procuraduría de justicia del estado, interminables jornadas de denuncias que duraban hasta 72 horas en la Plazuela Álvaro Obregón.

El movimiento se planteó primero la urgencia de la creación de una agencia del ministerio público para atender el caso de los primos (llamado también de Las Quintas). Después la exigencia evolucionó para formar una agencia del ministerio público especializada en desapariciones forzadas, que correspondió a la Agencia XII. Después la autoridad realizó una reestructuración de las agencias, creando varias especializaciones como homicidios, secuestros y de paso buscó diluir la responsabilidad primaria de la especializada en desapariciones forzadas.

Hasta el año 2000 se mantuvo una movilización social de importancia en torno al tema de las desapariciones, en las que jugaron un papel de primer orden los familiares del caso Las Quintas, de Rómulo Rico y de Magín Héctor.

El perfil de las viejas y de las nuevas desapariciones.

Por la ebullición política de la coyuntura histórica de los años setenta, los problemas sociales que llevaron a la participación activa de amplios grupos de jóvenes y los objetivos concretos que buscó el Estado al reprimir a esos activistas, las desapariciones de esos años pueden identificarse con las características comunes siguientes: la mayoría de los casos tiene una motivación política. Había una guerra no declarada por la autoridad contra los jóvenes activistas de diferentes organizaciones de inclinación izquierdista, que denunciaban al Estado como el enemigo a combatir.

Aunque no declarada, la guerra y las actividades destructivas que implica se desarrollaron las más de las veces ante testigos ajenos o cercanos a las víctimas de la desaparición forzada. En esas acciones fueron identificados no pocos actores y huellas importantes que denunciaban que el origen de esas actividades represivas venía de la autoridad. El mismo Estado creó un organismo especializado para que la ejecución de las desapariciones forzadas e involuntarias fuera más profesional: la llamada “Brigada Blanca”. Hoy existen incontables elementos que prueban que la responsabilidad de las desapariciones por motivos políticos es de la autoridad. Donde aún hay trabajo por hacer es para establecer esa responsabilidad por niveles de gobierno y por autores materiales e intelectuales.

Un elemento común a las desapariciones por motivos políticos es que las víctimas son jóvenes con un promedio de edad de 20 años y donde encontramos a cinco menores de edad. Plantear la edad y su carácter de estudiantes o docentes debe llevarnos a considerar la experiencia que en el terreno político y militar podían tener esos adolescentes y jóvenes como para significar un peligro real para el Estado.

Con el perfil de estudiantes de educación media y superior o iniciando la vida profesional como docentes, la mayoría estaba ligada a las actividades intelectuales. Eran a su modo, vanguardia política y la inteligencia viva en las escuelas y sectores sociales donde participaban.

La segunda etapa de las desapariciones forzadas que parte del año de 1994 hasta la fecha, tiene las siguientes características: no existe un móvil único que explique la desaparición de ciudadanos, pues si partimos de las actividades económicas que realizaba cada uno de ellos es muy dispar, lo mismo en las relaciones y vida social, no se encontraría un patrón único. Entre esos desaparecidos hay campesinos pobres y medianos, empleados, ganaderos, empresarios en pequeño y de consideración. Personas desconocidas y con importante presencia social.

El promedio de edad en esta segunda etapa el mayor que en la anterior, aunque el perfil sigue siendo el de jóvenes.

Cómo enfrentar el nuevo fenómeno de las desapariciones forzadas.

La experiencia del movimiento contra las desapariciones forzadas de esta segunda etapa fue rica en la exploración de nuevas formas de plantear las exigencias a la autoridad, de sensibilizar a la sociedad y elaborar propuestas que le dieran sentido y rumbo al esfuerzo social que se realizaba por la presentación de las personas desaparecidas.

Podemos resumir las inquietudes planteadas en las siguientes propuestas:
1.- Establecer una red de organismos de derechos humanos, colegios de abogados y otros, que permitan hacer un reclamo inmediato ante casos de desapariciones.
2.- Elaborar padrón único de desaparecidos.
3.- Acordar formato universal de registro de desapariciones que contengan todos los datos de identificación personal, autoridad y/o particular responsable y circunstancias en las que se lleva a cabo el acto de la desaparición.
4.- Acordar acciones legales y de denuncias ante la autoridad y la sociedad en caso de desapariciones (inmediatas y posteriores).
5.- Establecer mesa de trabajo con la autoridad, que permita dar seguimiento a casos y llevar un control de avances.
6.- Foro semestral de organismos no gubernamentales y familiares haciendo balances y exigiendo avances.
7.- Coordinación a escala nacional e internacional para la exigencia de solución a casos de desaparecidos.
8.- Erigir Tribunal popular en caso necesario.
9.- promover una Ley estatal contra las desapariciones forzadas.
10.- Manual o cartilla para familiares y ciudadanos sobre qué hacer en caso de una desaparición forzada.
11.- Campaña permanente preventiva contra las desapariciones forzadas.

El preludio de la guerra del y contra el narcotráfico.

En febrero de 2007, preocupados por la situación que ya planteaban las acciones del Operativo México Seguro en Michoacán y algunos otros lugares en la República, se convocó a un foro sobre estrategias de seguridad y derechos humanos. La realización del foro tenía dos objetivos: el primero era elaborar una opinión con respaldo social sobre la intensificación del trabajo del ejército en funciones de policía y el segundo era llegar a la reunión de la Federación nacional de organismos públicos de derechos humanos, con una propuesta que representara el sentir de amplios estratos sociales de Sinaloa.

En el foro estuvo presente Francisco Javier Sánchez Corona, procurador de derechos humanos de Baja California y le otorgaron fuerza moral los colegios de abogados, académicos, organismos de derechos humanos locales, familiares de víctimas y organismos populares.

El foro fue muy directo y claro frente a los problemas planteados. Las acciones contra el delito no pueden ser parciales y nos obligan a Estado y sociedad a plantearnos las siguientes premisas:

a) Que toda acción y operativo contra el delito y la delincuencia no solo se circunscriba en nuestro marco legal, sino fortalezca el Estado de derecho, que es el punto de referencia de toda sociedad democrática.

b) Que los esfuerzos que se empeñan contra el crimen estén dirigidos a abatir la inseguridad y no a multiplicar las consabidas e insufribles secuelas que terminan siendo los costos sociales muy conocidos de todos.

c) Que el combate a la violencia y la ilegalidad sea integral, que se vaya a las causas que prohijaron esta situación de inseguridad: no podemos prescindir de un amplio programa de inversión en las zonas deprimidas de Sinaloa, de creación de empleos, con acciones encaminadas a la prevención del consumo de estupefacientes y que promueva un frente multisocial que gane la carrera a la cultura de la violencia.

d) Que se garantice la transparencia en la información a la sociedad sobre las actividades de combate a la inseguridad y se amplíe el rango de acción de la sociedad.

Podemos concluir al respecto sin temor a equivocarnos que el Estado y la sociedad deben mostrar interés en abatir el flagelo de las drogas y la violencia en Sinaloa y en México. Que esa sea la primera coincidencia y el vértice de todas las decisiones que ello implique. Un segundo punto común sería reivindicar que una sociedad democrática y el Estado que le sirve no pueden aceptar ni la desnaturalización del Estado de derecho, ni la violación de los derechos humanos.

Con esa idea del entorno en que vivíamos y de las tareas que debía cumplir el Estado, se asistió a la reunión de la Federación Nacional de Organismos Públicos de Derechos Humanos. En aquella reunión de los días 22 y 23 de febrero en la ciudad de Chihuahua, se abrió un espacio para analizar la situación que ya se presentaba en algunos de los estados de la República en materia de operativos contra el tráfico de drogas. La situación amenazaba ya con extenderse a muchas entidades federativas y a plantear una emergencia en materia de derechos humanos.

Los datos que registraban algunas comisiones por esos días nos daban la razón. Michoacán informaba que había registrado más de 12 quejas hasta el momento contra las fuerzas del Operativo México seguro y la CNDH empezaba a elevar su registro de quejas por la misma causa a razón de 6 por mes transcurrido.

La Comisión Estatal de Derechos Humanos de Sinaloa, entregó el documento aprobado por el foro de los días anteriores y propuso un análisis de la situación y que en esa reunión se acordara una política a seguir, poniendo como punto inamovible el respeto al Estado de derecho y los derechos humanos. La línea propuesta por el presidente de la CNDH, José Luis Soberanes, fue la de jugar un perfil bajo frente a las acciones que realizaban las fuerzas involucradas en el operativo.

Se planteó la necesidad de que la reunión de Chihuahua acordara un documento sobre el tema y se plasmara en él la posición de los organismos. El acuerdo salió a duras penas y se nombró una comisión para la redacción del mismo. Baja california y Sinaloa cumplieron, el resto de la comisión no. Nunca se publicó la postura analizada y acordada, a pesar de la pobreza de sus conclusiones.

Mientras la sociedad sinaloense se planteaba una alternativa que aún se ha explorado en este País en el último medio siglo: la creación de un Tribunal Social que retome los casos donde la autoridad ha sido omisa o incapaz de dar una respuesta satisfactoria a las familias de las víctimas y a la sociedad.

Y ante la situación que imperaba entonces y ahora en materia de procuración e impartición de justicia, el tribunal social puede cumplir una función muy importante, pues el vacío y el sentimiento de orfandad que deja la lacerante impunidad, encuentra un consuelo y abre las puertas de la oportunidad para una sociedad cansada de la respuesta oficial y hambrienta de ver una condena sobre los responsables de los delitos y de quienes abonan a la impunidad con sus omisiones o acciones desde los puestos públicos.
La condena moral se convierte en una fuerza social que puede mover conciencias y remover las estructuras enmohecidas que debieran procurar y administrar justicia. El Tribunal tendría la facultad de emitir un veredicto no vinculatorio, a conciencia, cuya fuerza resida en la reserva moral de sus integrantes respecto a los hechos de desaparición forzada que le sean planteados que han ocurrido y ocurran en Sinaloa.

Es interesante observar que la reunión que aprobó la instancia del Tribunal contemplaba que la parte acusadora, deberá presentar su petición debidamente fundamentada, procurando contemplar en su planteamiento acusatorio o consignatorio, por lo menos puntualmente los siguientes aspectos:

1.-La exigencia, a las autoridades responsables, de la presentación de los detenidos – desaparecidos con vida.

2.-La condena moral, a nombre de la sociedad, por los casos de desaparición forzada que han ocurrido, que han sido documentados y se plantean en el documento acusatorio y en contra de los responsables de dichos actos.

3.-La exigencia para que, el Congreso de la Unión y/o el Congreso del Estado de Sinaloa, legislen en materia de desaparición forzada y emitan la ley que sea el instrumento idóneo para prevenir, sancionar y erradicar la desaparición forzada.

La asamblea no quiso dejar las cosas hasta la condena moral de hechos delictivos de lesa humanidad, como es el caso de las desapariciones forzadas, incluso contempla que en caso de considerarlo pertinente, el veredicto, además de incluir la condena moral, puede acordar la solicitud a las autoridades competentes para que continúen las investigaciones y se avoquen a utilizar los instrumentos y mecanismos de carácter legal para que se imparta en los casos tratados por el Tribunal Social.

La guerra del y contra el narcotráfico y sus consecuencias.

La vida dio un vuelco en este País a partir de 2008. No es que en los años anteriores las cosas marcharan en la aburrida cotidianidad de lo intrascendente. Las fuerzas armadas ya estaban en la calle y había muchas quejas por las presuntas violaciones a los derechos humanos de personas del campo y la ciudad. Se habían acumulado quejas que se volvieron escándalo a nivel nacional e internacional como el caso de La Joya de los Martínez en el municipio de Sinaloa y el de Ernestina Ascencio en la sierra de Zongolica, Veracruz. Pero con todo ello, aún faltaba lo peor, lo que se extiende hasta el día de hoy.

Se ha acuñado una frase: todo empezó aquel 30 de abril de 2008. Aplicable desde luego para el estado de Sinaloa. Y no les falta razón en muchos aspectos, pues el trágico evento de esa fecha que mantuvo en vilo a la ciudad de Culiacán hasta varios días después, inauguró además este interminable período de violencia.

Hace algunos meses el gobierno federal hizo pública la cifra de poco más de 34 mil homicidios relacionados con la guerra del narcotráfico. Después de ello los especialistas redondearon la cifra a 35 mil y fueron aumentándola en la medida que corre el presente año. Durante la marcha del 6 de abril pasado en Cuernavaca y los plantones en más de 20 ciudades del País en que se exigió un ya basta a la estrategia que la autoridad sigue en el combate al crimen organizado, la cifra se empezó a redondear en 40 mil muertes. No ha habido especialistas que desmientan la cifra. Incluso, de manera simultánea la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha informado que el número de personas desaparecidas en México durante el sexenio presente es de 5 mil.

Estas cifras corresponden más a un País en guerra civil que a una República donde se pretende aplicar la ley observando el Estado de derecho. Terrible, sencillamente terrible, es la situación de nuestra Nación al navegar en un mar de turbulencias, donde el capitán responde a intereses ajenos y aunque la realidad le golpee en la cara y la tripulación y los pasajeros reclamen un golpe de timón, él permanece ciego, sordo y terco. Pareciera que obedece a la consigna de primero zozobrar que corregir los errores o romper los compromisos adquiridos no precisamente con la sociedad.

Los números que ofrece la Comisión Nacional de Derechos Humanos resultan creíbles, partiendo de las quejas presentadas en las comisiones estatales de derechos humanos, en los organismos no gubernamentales, las publicadas por los medios de comunicación y las estimaciones de las llamadas cifras negras (lo que no se publica o denuncia por los familiares de las víctimas).

Cinco mil desapariciones en el entorno de la guerra del narcotráfico y contra el narcotráfico. Cinco mil personas de las que se ignora su paradero, en las que se señala responsabilidad de la autoridad directa o indirecta en muchos de los casos y en las que habiendo participado particulares o ambas partes, en todas, sobresale la impunidad.

La más mínima sensibilidad nos llevaría a considerar todas las implicaciones familiares y sociales que ello entraña. ¿Cuántas son las familias afectadas con ello? ¿Cuántos los huérfanos y las viudas? ¿De qué magnitud son los rencores que más temprano que tarde nos pueden cobrar factura esos huérfanos que hoy crecen desamparados por el Estado?

Hace unos días, partiendo sólo de la cifra de los 35 mil homicidios y de los 5 mil desaparecidos y en razón de un promedio de 1.5 cincos por los muertos y desaparecidos, calculamos que había al menos 60 mil niños en completo desamparo e indefensión. Con ese saldo que golpea al sector más vulnerable de la sociedad, debiera ser suficiente para detener la actual política de seguridad a nivel nacional y buscar opciones que no lastimen así a la población civil y respeten los derechos humanos de los habitantes del País.

Por fortuna, de los estados más golpeados por esta situación de violencia oficial y de los grupos delincuenciales, ha surgido un esfuerzo organizativo para dar cuerpo a la protesta social y canalizar los reclamos de justicia para las familias que sufren la desaparición forzada de uno o varios familiares.

Cuatro esfuerzos se han realizado en el norte y en el centro del País. El primero se llevó a cabo en el mes de junio en la ciudad de Saltillo, Coahuila; el segundo se realizó en el mes de agosto en la ciudad de Monterrey y el tercero cerró las actividades del año de 2010 en la ciudad de Chihuahua. El cuarto se realizó en la ciudad de México en el mes de marzo de este año. Es importante señalar que a los tres primeros se fueron incorporando organismos y familiares de los estados de Coahuila, Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas, Baja California, Sinaloa, Guanajuato y Distrito Federal. Y en el tercer encuentro hicieron presencia Amnistía Internacional, la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en México y un grupo de médicos forenses argentinos especializados en la búsqueda e identificación de desaparecidos. En el cuarto encuentro, hubo organismos y familiares de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Distrito Federal, Morelos, Guerrero, Michoacán y otros estados del centro y sur de México.

En el tercer encuentro de Chihuahua se acordaron cuatro puntos que le darían sustento al trabajo de este año al reclamo de presentación de los desaparecidos y posicionaría el movimiento a nivel nacional e internacional. Esos puntos son los siguientes:

Primero.-Desarrollar una campaña nacional por la presentación de los desaparecidos en México a partir del 10 de diciembre.

Segundo.-Realizar una marcha nacional (o caravana) hasta la ciudad de México en el mes de marzo de 2011 exigiendo la presentación de los desaparecidos.

Tercero.-Exigir al Estado mexicano la creación de un Banco nacional de ADN que ayude en la solución del problema de desaparecidos.

Cuarto.-Promover la aprobación de la iniciativa de Ley federal contra las desapariciones forzadas que ya se presentó ante el Congreso de la Unión.

En el encuentro de la ciudad de México los acuerdos son muy similares y hay la esperanza de que pueda haber una coordinación de esfuerzos que permitan alcanzar las metas propuestas por ambos. Sería un gran estímulo para las familias con desaparecidos ver esa conjunción de esfuerzos y la única esperanza de que la autoridad atienda los reclamos de este movimiento.

Después del tercer encuentro de Chihuahua han sucedido algunas tragedias que nos alcanzan a todos y entorpen esos esfuerzos por cumplir las tareas que los encuentros nos han encomendado. El 16 de diciembre fue asesinada la señora y activista de estos encuentros Maricela Escobedo, mientras realizaba un plantón frente al Palacio de gobierno en la ciudad de Chihuahua, exigiendo justicia para el caso de su hija Rubí, también asesinada tiempo atrás. El 6 de enero de este año fue ultimada la activista Susana Chávez en Ciudad Juárez. Estos hechos abrieron una situación de emergencia en el estado de Chihuahua que ha paralizado casi toda la actividad.

La última semana de marzo de este año, recibimos la visita del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de la ONU. Fue una intensa jornada que llevó al grupo a interminables sesiones con organismos y familiares con desaparecidos en la ciudad de México; en Acapulco, Guerrero; en Chihuahua y Ciudad Juárez, Chihuahua y en Saltillo, Coahuila. El estado de Sinaloa estuvo representado por la organización Voces unidas por la vida y por el Congreso social de Sinaloa y asistió a las sesiones realizadas por el grupo en la ciudad de México.

Las conclusiones hechas públicas por el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas señalan: que México debe retirar en el corto plazo a las fuerzas armadas de las operaciones de seguridad pública. La petición, dijo el Grupo, se basa en el amplio número de denuncias de violación de los derechos fundamentales por las fuerzas armadas. Esa recomendación forma parte del informe que de manera preliminar presentó el mencionado grupo y cuya versión completa y final será presentada en marzo de 2012.

Llaman la atención algunos otros aspectos planteados en el informe preliminar, dice que en México, “no existe una política existe una política pública integral que se ocupe de los diferentes aspectos de prevención, investigación, sanción y reparación de las víctimas de desapariciones forzadas".

No escapó al análisis del Grupo de trabajo que el delito de desaparición forzada sólo existe como tal en siete de los 32 estados de nuestro País, lo que sin duda, contribuye a fomentar la impunidad. Por tal razón urgen a que México apruebe a la brevedad una reforma constitucional de fondo en materia de derechos humanos y que también garantice que el delito de desaparición forzada sea incluido en los códigos penales de todas las entidades federativas.

Medidas emergentes que plantea hoy la ONU y las tareas del movimiento.

Por fortuna la Organización de las Naciones Unidas no se quedó en las recomendaciones expresadas arriba. La situación encontrada en México y en algunos otros países ha llevado al organismo internacional a plantear que la última semana de este mes de mayo sea denominada Semana Internacional del Detenido-Desaparecido.

Nada más sabio. Nada más adecuado y atingente para la situación que vivimos. Lo es así porque el entorno en que desarrollan la lucha los organismos y familiares con desaparecidos en el estado Chihuahua, les impide, sin este tipo de apoyo internacional y sin una actividad simultánea nacional, realizar una jornada sin el riesgo extremo de perder la vida.

Refresca los ánimos saber que ya empezaron las primeras medidas organizativas y de coordinación para que la jornada de esa semana internacional contra las desapariciones forzadas, sea una jornada de éxito. La convocatoria puede sumar los esfuerzos nacionales.

Dos consignas moverán las conciencias durante esa semana y esperemos que resuenen en los recintos parlamentarios y oficinas gubernamentales por mucho tiempo: presentación con vida de los desaparecidos y castigo a los responsables de este crimen de lesa humanidad.

Para Sinaloa esta Semana Internacional del Detenido-Desaparecido fortalece esperanzas a punto de extinguirse y abre posibilidades inéditas para recuperar terreno en la lucha por la presentación de los desaparecidos y en la posibilidad de que al fin el Congreso del Estado apruebe una Ley contra las desapariciones forzadas en Sinaloa.

No se partiría de cero en muchos aspectos, pues el valor moral que representan las doñas sobrevivientes de la Unión de Madres con Hijos Desaparecidos de los años setenta es parte de la piel y del corazón de los sinaloenses. Hay, además un movimiento, con todas limitaciones que imponen las condiciones de sobrecogimiento o retraimiento del entorno violento que vivimos y sufrimos, que puede aglutinar a los familiares que ya han denunciado los casos que les atañen y a quienes, frente a esta coyuntura puedan y quieran acercarse al movimiento por la presentación de los desaparecidos.

Desde el punto de vista histórico hay muchos elementos de los cuales echar mano. Existe una cuenta pendiente del Estado de los años setenta del siglo pasado y que implica la desaparición forzada de 42 personas, la mayoría por razones de tipo político. Hay una cifra documentada que corresponde a los años 1994-2003 y que suman alrededor de 87 casos y no menos de 220 casos desde 2007 a la fecha, según cálculos de observadores locales. La página de la Procuraduría de justicia del estado, por su parte, expone una lista de 227 personas en calidad de desaparecidas. Algunas de ellas están contempladas en los registros de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa, de la época de 1994-2003.

Si el delito de desaparición forzada ha sido una conducta continuada desde los años setenta, la autoridad sinaloense no puede soslayar en ningún momento esa práctica, ni mucho menos consentirla o tolerarla. El daño causado a la sociedad es demasiado alto como para no detenerla esa nefasta práctica y procurar el castigo a los responsables de este delito de lesa humanidad.

Cuarenta y seis años después de la primera desaparición forzada en la persona de Lourdes Martínez Huerta, maestra de la escuela de enfermería de la Universidad Autónoma de Sinaloa, resulta vergonzosa, humillante y criminal la conducta de la autoridad del estado por la acción contemplativa y omisa ante este fenómeno, pues no sólo es una conducta delictiva continuada, sino que se ha recrudecido en los tres últimos años de manera exponencial.

Además, la situación impuesta por las condiciones climáticas en el mes de febrero pasado y que arruinó nuestra agricultura, profundiza las condiciones de miseria del medio millón de sinaloenses que viven en condición de pobreza extrema y suma un número importante de quienes habían esquivado con dificultades esa condición. Lo que nos manifiesta el problema de las heladas en el campo, es que la desigualdad social es también el problema central de nuestro estado. Y que la emergencia prioritaria es cómo resolver el problema de la miseria y la gran desigualdad. Otra razón que debe obligar a la reflexión del Estado mexicano y de la autoridad local, antes que seguir con una guerra que está llevando al abismo a nuestro País.

Por todo ello, el movimiento social por la presentación de los desaparecidos, debe hacer causa común con la Campaña nacional contra las desapariciones forzadas, buscando la participación de todos los organismos que hasta hoy han participado de los encuentros y actividades mencionadas y de familiares con desaparecidos. Con esa fuerza la Semana Internacional del Detenido-Desaparecido tendrá la penetración nacional e internacional que necesita el movimiento y le dará cuerpo definitivo a los acuerdos tomados en los últimos encuentros de organismos y familiares y a las recomendaciones que emitió el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de ONU.

No está de más mencionar que las recomendaciones hechas por Amnistía Internacional sobre el tema de los desaparecidos en los años anteriores y las planteadas en el mismo tenor por Human Right Watch cobrarían nueva vida con este esfuerzo. Y ni qué decir sobre las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de Rosendo Radilla Pacheco.

Las cosas están planteadas y las tareas que hay que desarrollar dependen en buena medida de las condiciones que seamos capaces de generar a partir de las próximas jornadas a favor de la presentación de los desaparecidos y del respeto pleno de los derechos humanos en el estado y el País.

Ni el País ni la historia tienen el reloj y la paciencia del origen de los tiempos. El futuro cuestiona nuestra conciencia, mientras tanto. Todos tenemos la palabra.

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