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Nuestros desaparecidos
Domingo 20 de septiembre de 2020, por
Gauri Marín
20.09.2020
Habitamos un país en el que los familiares de los más de 70 mil desparecidos son los principales investigadores, los únicos a los que les interesa encontrarlos vivos, que los buscan en otros estados, en anexos, cárceles, burdeles y otros lugares impensables guiados por sus propias líneas de investigación, muchas veces acompañados también por periodistas de a pie (aquellos cuya libertad de expresión, a diferencia de la de los abajofirmantes, sí está bajo asedio).
Un país donde las madres no sólo cargan con dolor el retrato de sus seres queridos, sino que también se reúnen en colectivos de búsqueda para encontrar, con sus propios medios, los cuerpos de los desaparecidos en las miles de fosas clandestinas que marcan con violencia el territorio mexicano, mismas que no sólo se encuentran en rancherías, cerros y zonas de difícil acceso, sino también en las colonias de las principales ciudades, quizá a unos metros de donde caminamos cotidianamente.
Los familiares llegan a las morgues y a las fiscalías, pero topan con burocracias que, si bien por diseño suelen ser ineficaces para la búsqueda de personas, también son integradas por ciertos funcionarios que demoran el inicio de las investigaciones porque ellos mismos culpan a las víctimas y minimizan la angustia: si es joven y hombre, “seguro andaba con el narco” o “en mala compañía”, si es mujer, el machismo se hace presente, “se fue con el novio, al rato regresa”, “ha de andar en la fiesta”, “¿por qué iba vestida así?”.
Muchas veces también son burocracias con carencias muy concretas que, mezcladas con la ineptitud e indolencia, generan toda una estructura que renueva permanentemente el dolor para las víctimas.
Pongo como ejemplo el reciente reportaje que realizó Quinto Elemento Lab sobre la historia detrás de los dos tráileres que contenían cientos de cadáveres a bordo en Guadalajara, Jalisco, durante 2018.
La situación, de acuerdo con el ex jefe del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses, era que la morgue tenía capacidad para 78 cadáveres, y, si bien hasta 2015 esto no había sido problema porque la salida fácil, dolorosa y sin verdad del gobierno de Jalisco fue deshacerse de los cuerpos a través del horno crematorio, después de su prohibición, las distintas instituciones optaron por utilizar tráileres frigoríficos. Los metieron, pero nadie se hizo cargo de identificarlos, de mantenerlos, ni de tratar los cuerpos con dignidad.
Este tipo de configuraciones burocráticas se replican cotidianamente en otros estados. Los ministerios, las fiscalías locales, se convierten en espacios arbitrarios que operan bajo definiciones distintas, que deciden qué delitos investigar, cuáles no, cómo clasificarlos y contarlos; de acuerdo con SEGOB y la Comisión Nacional de Búsqueda, los estados que se mantienen opacos en sus cifras sobre desapariciones son Guanajuato, Baja California, Aguascalientes, Tabasco, Sonora y Tlaxcala.
Los familiares son los que han tejido alianzas y redes de búsqueda con otras víctimas, periodistas y organizaciones sociales; son principalmente mujeres, las madres buscadoras, las que remplazan las tareas básicas del Estado y no han dejado de buscar no sólo a sus desaparecidos, sino a los de los demás. Son la conciencia colectiva de este país ensangrentado que no ha generado todavía la representación política que le permita verse al espejo. Son una de las caras más claras de la crisis de representación del sistema político en su conjunto.
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